Todas las personas somos un contenedor
de sueños, deseos, promesas, anhelos. Todo mezclado con algunos polvos de
esperanza. Para algunos, ésta se marchita con el paso de los años y la cruel
insistencia de la vida por hacernos tocar de pies a tierra, de hundirnos en
suelo, de enterrarnos a tres metros bajo tierra. Pero nunca desaparece. Siempre
queda alguna partícula tozuda de esperanza en nuestro ser. Siempre .
Para otros, los sueños son como
el oxigeno que se respira en el aire, vitales como los latidos del corazón. Algunos
incluso los guardan en un pote por si algún día olvidan como soñar y se ahogan
entre las tempestivas olas de la realidad.
Y luego estoy yo, que dependo de los
sueños de los demás. Los rescato de lo más recóndito de los corazones de las
personas, entre los secretos guardados bajo llave y las promesas aún por
cumplir. Los desenvuelvo poco a poco, como una frágil y complicada figura de
papel y saboreo cada tono, cada contraste, cada duda y cada miedo que acompaña a
los sueños. Y, por supuesto, recubiertos por una leve capa de frágil inocencia conservada
de la infancia.
Nunca hay que dejar morir al niño
que llevamos dentro, pues en él resta nuestra esencia.