martes, 29 de enero de 2013

"Nunca esperes nada de nadie, así no te decepcionarán". 

Estas palabras suenan crueles, solitarias, amargas. Pero la triste verdad es que son ciertas. Día a día depositas un pequeño fragmento de confianza en esas personas que te rodean, les regalas tu cariño, incluso aunque muchas veces no sepas realmente como expresarlo. Y das por hecho que ellos sientes lo mismo por ti. Que los demás también harían todo lo que tú estás dispuesta a hacer por ellos. Hasta que los necesitas. 

Estiras la mano esperando que alguien te la coja y te ayude a superar lo baches del camino, pero tan sólo te encuentras con miradas que desvían hacia otro lado, ajenas a tu necesidad. Nadie te devuelve el gesto que harías por ellos sin dudar. Te das cuenta de que nadie te necesita en esos momentos y que, por ello, tú tampoco puedes necesitar a nadie. Todos tienen cosas mejores que hacer, como contar los granos de arena de la playa o asegurarse de que todas las pepitas de maíz petan en el microondas. Tú no eres importante. Te das cuenta de que las estrellas del firmamento no brillan para ti y que no eres la primera opción para nadie. Ese cariño ingenuo que creías sentir por los demás se rompe en mil añicos y chocas de frente contra la cruda realidad sin ningún tipo de protección. Te haces daño. Sufres. Te preguntas qué has hecho mal. Por qué eres tan insignificante. Si siempre lo has sido. Por qué no te has dado cuenta antes. Eres una estúpida. 

Las lágrimas de decepción son amargas, una abrumadora sensación de soledad te oprime y la tristeza amenaza con ahogarte. La palabra "amigo" de pronto suena hueca, vacía, irreal. Enserio, ¿cómo pudiste llegar a esperar nada de nadie? Te lo mereces. Estúpida. Ingenua. 

Ahora hay que reconstruirse, recoger los pedacitos de tu fe en las personas y desecharlos completamente. No te van a servir de nada. Toca aprender a no esperar nada de nadie, a valerte por ti misma. Hay que ser fuerte, aunque duela. Oh, y tanto, siempre duele.